¿Por qué no hay estatuas de Fidel Castro en Cuba?

La imagen de las estatuas de Fidel Castro y Ernesto Guevara, retiradas del parque Jardín Tabacalera, de Ciudad de México, colmó las portadas de muchos diarios recientemente. Aunque el oficialismo cubano se sumó al coro de los que condenaron la remoción de las esculturas, al interior de la isla no hay tallas que reproduzcan el físico de quien gobernó el país con mano dura por casi medio siglo. Detrás de esa significativa ausencia está el temor al derribo.

Cualquier viajero avezado en el culto a la personalidad notará en su periplo por Cuba que apenas hay, en algunos lugares públicos, unos pocos bajorrelieves de Castro. Eso sí, en cada salón de una institución oficial, consultorio médico o centro escolar no falta el cuadro con el rostro del barbudo guerrillero. Hasta en los diplomas de graduación de los diferentes niveles de enseñanza es común que, junto al nombre del estudiante, se vea su conocido perfil, coronado con una gorra de verde olivo.

Si la idolatría gubernamental ha llegado al punto de regalar a los padres de los niños que vienen al mundo el 13 de agosto, día del nacimiento de Castro, una canastilla con pañales, biberones y zapatitos de bebé ¿Por qué no hay también estatuas de cuerpo completo o bustos del Comandante en cada plaza, parque o esquina de Cuba? La respuesta a esa pregunta se puede encontrar en la historia, en todos esos derrocamientos de dictaduras de los que nuestro caudillo insular tuvo noticias.

Cuando un tirano cae es muy frecuente que sus atribulados súbditos la emprendan contra las efigies que lo representan. Las fotos y videos del derribo de las esculturas de Saddam Hussein y de Muammar el Gadafi, o las de Lenin, destruidas cuando el fin del bloque comunista, en Europa del Este, resumen la ira popular contra los símbolos que representan un autoritarismo. Los martillos y las grúas se convierten en canales para expresar la sensación de liberación después de tantos años de terror y control.

Fidel Castro tomó nota de todo eso. Quizás intuía que un día los cubanos podrían mostrarse sin máscaras y manifestar sus opiniones. Sabía que, llegado ese momento, brotaría la rabia contra un individuo que decidió desde qué libros había que impedirles leer a millones de personas hasta quiénes tenían autorización o no para subirse a un avión. El enojo popular terminaría, irremediablemente, volcándose contra una nariz de bronce, una barba labrada en el granito o unos grados militares tallados en el mármol.

Una de las mayores pesadillas de Castro era que la gente irrumpiera en sus palacios, descorchara sus vinos, abriera sus cajas fuertes y terminara haciendo añicos las esculturas en su honor. No, no fue un gesto de modestia y humildad ese de impedir que se levantaran réplicas de su figura en monumentos y ministerios de todo el país. En realidad, esa ausencia es la más acabada manifestación de su miedo a los cubanos y de su profunda desconfianza hacia aquellos que decían, públicamente, apoyarlo.

Los autócratas tienen pesadillas en que las esculturas que los representan terminan partiéndose en pedazos tras chocar con el suelo. Los pueblos sojuzgados, sin embargo, sueñan con los cinceles y los martillos.

Source

Show More
Back to top button